“Señor, dame esa agua: así no tendré más sed”. La oración de la Samaritana, que nos regala la liturgia de la Palabra de este tercer domingo de cuaresma, es la oración más pura, porque nace del reconocimiento de nuestra sed vital.

  • Todos, de alguno modo, estamos “deshidratados” de auténtica vida, de auténtica felicidad, pero como no lo queremos reconocer no suplicamos el “agua de la vida”, el agua bautismal de vida eterna, que empieza aquí.
  • El drama del hombre hoy consiste en dejarse llevar por la globalización de la indiferencia, como la llama el Papa Francisco, por la que es tabú reconocer esta sed, y aún reconociéndola, pedir esta agua. Sólo el que se sabe sediento de esta agua se sabe a si mismo pobre y necesitado de Dios.

Anhelamos lo que no somos capaces de alcanzar, el amor verdadero.

  • Vivimos para amar y ser amados, pero nuestra mente, nuestro corazón, nuestro devenir diario, nos dicen que están insatisfechos: que nunca amamos ni somos amados en la medida que deseamos.
  • Es la sed del alma, creada a imagen semejanza de un amor sin limites, creada a imagen y semejanza de Dios, el único capaz de saciar esa sed.
  • Es el mismo agua que Dios dio a través del callado de Moisés al Pueblo de Israel cuando flaqueaba su fe, como hemos escuchado del libro de Éxodo y hemos festejado con el salmo 94: “Venid, aclamemos al Señor”.
  • Es el mismo agua que San Pablo llama “esperanza que no defrauda” y que no es otra cosa que el amor de Dios que “ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”.

En el diálogo con la Samaritana, como con Nicodemo, o con Mateo, Jesús nos hace la “revelación existencial de Dios”, única e irrepetible para cada uno de nosotros. Pero hay tres revelaciones comunes en estos incontables diálogos, que nacen de la provocación de Jesús: “Si conocieras el don de Dios”:

  • En primer lugar, que Dios es Padre, un padre que se desvive por ti, que está pendiente de ti, que sólo busca tu bien, que te ama infinitamente, con quien puedes siempre dialogar, ininterrumpidamente, a quien confiarle todo, absolutamente todo, seguro de que jamás apartará su mirada. Jamás dejará de escucharte, jamás se enfadará contigo, aunque posiblemente llore y sufra mucho por ti, y jamás, jamás dejará de respetar tu libertad, jamás impondrá su poder y su sabiduría infinita ante tus equivocaciones (hasta el punto de arriesgar la posibilidad de perderte para siempre). Es el agua de la amistad con el Dios “que primeriza”, que toma la iniciativa: “Mujer: dame de beber”.
  • En segundo lugar, que Dios te lo explica todo: si Dios es amor, nada puede escapar de su mirada de amor: acontecimientos, personas, situaciones, de mi propia historia, de toda la historia… todo tiene sentido. Puedo ir desentrañándolo. Es como dejarme inundar por una luz que a la vez que ilumina mi rostro, mi interior, mi pasado, da luz también a todo lo que me rodea. Su amor lo envuelve todo, lo sostiene todo, lo relaciona todo, y la historia, la tuya, la mía, la de toda la humanidad, es historia de salvación. Entonces ves que tu vida no es un tapiz desdibujado, sino una obra de arte que Dios hace contigo, y que tras esta parte del tapiz, se esconde el tapiz verdadero. Es el agua de la confianza en Dios: “Señor, dame de esa agua, así no tendré más sed”.
  • En tercer lugar, que Dios lo salva todo: si nada escapa de su amor, tampoco nuestras limitaciones. Esta es la radical novedad de la misericordia de Dios. Se recobra, además de la unidad interior, la paz interior. Porque te das cuenta de que ni tu ni los demás podéis exigirte ser perfectos. Sólo El, que es perfecto, puede darte el don de parecerte a El. Te volverá a perdonar siempre, a cuidar siempre, a enseñar siempre. Es el agua del verdadero culto, el de pedir la misericordia de Dios: “Créeme Mujer (…) se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adoraran al Padre en espíritu y en verdad”.

Cada cual en el pozo de sus quehaceres y sus querencias, el Señor se hace el encontradizo, y si entablamos conversación con él nos dará a beber su agua:

  • En la oración del Año de la Misericordia que nos regaló el Papa Francisco se dice: Tu mirada llena de amor liberó a Zaqueo y a Mateo de la esclavitud del dinero; a la adúltera y a la Magdalena de buscar la felicidad solamente en una creatura; hizo llorar a Pedro después de la traición, y aseguró el Paraíso al ladrón arrepentido. Haz que cada uno de nosotros escuche como propia la palabra que dijiste a la samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios!
  • Ya de niña Santa Teresa de Jesús tenía en su habitación un cuadro que representaba al Salvador que hablaba con la Samaritana y solía repetir frente a esa imagen: «Señor, dame de beber para que no vuelva a tener sed».
  • Y San Agustín puso el alma a esta sed en su oración más famosa, “Tarde te ame”:

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz.

TERCER DOMINGO DE CUARESMA CICLO A (19 DE MARZO DE 2017)