En la fotografía, el escritor francés André Frossard, autor del famoso libro testimonial «Dios existe, yo me lo encontré».

Las lecturas de este paso en el camino cuaresmal (en el segundo domingo de cuaresma) nos ofrecen una serie de preguntas que son muy pertinentes para todos de nosotros, y están en el fondo de todas nuestras dudas, nuestras paradojas y nuestras decisiones.

  • La primera pregunta es: ¿Qué estamos dispuestos a perder por Dios, por hacer la voluntad de Dios? Hemos escuchado del libro del Génesis el relato de la prueba de Abraham. No tiene replica alguna. Es extrema. Pero nos abre ante el misterio de un Dios cuyos caminos no son nuestros caminos, y que en su pedagogía con la historia de la humanidad y con la historia de cada hombre, ciertamente, muchas veces permite situaciones extremas y desgracias que convertidas en pruebas se transforman, a la larga, en gracias, en amor purificado.
  • “Tenía fe aun cuando dije: ¡Qué desgraciado soy!”. Así empieza el salmo 115 que hemos rezado. La segunda pregunta que se nos puede suscitar con esta afirmación es: ¿Son compatibles la fe y la desgracia? Claro que si. Porque, es más, la fe nos lleva indefectiblemente a no huir de la desgracia, sino a abrazar nuestras propias desgracias, por un lado; y además a hacernos uno con los más desgraciados, con los abandonados, los abatidos, los desahuciados. Pero también es verdad que a la postre la fe, y sólo la fe, es capaz de liberarnos de cualquier desgracia, para sobrellevarla primero, y para vencerla, después.
  • Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? La tercera pregunta es de San Pablo, y es incomprensible para la mayoría de nuestros contemporáneos, pues bajo el peso de la indiferencia y de la autosuficiencia, pocos se plantean si Dios está o no está, si está con nosotros o está en su cielo lejano. Y menos se preguntan que tendrá que ver Dios con las cosas que nos “hacen la contra”, con aquello, sea lo que sea, que nos preocupa, o nos agobia, nos asusta, nos turba, nos duele, nos angustia, nos desespera. Porque los peores enemigos del hombre de hoy anidan dentro de él, en su mente y en su corazón. En la respuesta del Apóstol encontramos la puerta de salida a cualquier mal que nos aflija, a cualquier desgracia que nos aceche: Dios esta con nosotros. No nos evita el sufrimiento, pero primero lo comparte con nosotros, segundo le da un sentido, y tercero, antes o después, nos libera de él.
  • La cuarta pregunta se deduce del Evangelio de la Transfiguración que acabamos de proclamar: ¿Hay algún sitio en este mundo donde podamos decir de verdad: ¡Qué bien se esta aquí!? De verdad quiere decir completamente e irreversiblemente. Lo hay: Dios mismo. Estar en Dios es la vocación del hombre:
  • Luchar con él, en la ardua batalla de la vida, para implantar su Reino. Él es nuestro escudo.
  • Y reposar en él, nuestro descanso, nuestro consuelo, nuestro premio.

La experiencia de los discípulos de Jesús en la Transfiguración es la experiencia del encuentro con el Crucificado-Resucitado en la vida del cristiano, anticipo de vida eterna con él:

  • Es estar con él en el silencio de la oración, dejando que penetre y que cure todas nuestras heridas, y que recomponga todas las piezas, y que perdone todas nuestras miserias y que escuche todas nuestras suplicas.
  • Es estar con él en el regazo de la comunión, no sólo de la comunión eucarística, sino por ella y desde ella, en la comunión eclesial. Es estar con él que ha prometido su presencia en medio de los que se escuchan y ayudan, de los que se confrontan como cristianos para buscarle, de los que en definitiva se sirven y se aman.
  • Y es estar con él en el hermano que sufre, contemplando el rostro de Cristo sufriente, protegiéndolo del frío del cuerpo, pero sobre todo del frio de la indiferencia. Alimentándolo con el pan del cuerpo, pero sobre todo con el pan de la amistad, del cariño, de la ternura.

La transfiguración sirvió a los apóstoles para no sucumbir cuando le llegó a Jesús su pasión. Así, André Frossard, aquel joven francés, que encontró a Dios al entrar en una iglesia, y cuyos padres lo llevaron a un psiquiatra que los tranquilizó explicándoles que era una cosa pasajera propia de la edad, pasados los años recordaba así aquel instante: Oh Dios mío, entro en tus iglesias desiertas y veo a lo lejos vacilar en la penumbra la lamparilla roja de tus sagrarios y recuerdo mi alegría. ¡Cómo podría olvidarlo! ¿Cómo echar en olvido el día en que se descubre el amor desconocido por el que se ama y se respira; donde se ha aprendido que el hombre no está solo, que una invisible presencia lo atraviesa, lo rodea y lo espera: que más allá de los sentidos y de la imaginación, existe otro mundo, al lado del cual el universo material por hermoso que sea no es más que vapor incierto y reflejo lejano de la belleza de quien lo ha creado?