• ¿A qué nos suena la palabra santidad?
  • ¿Qué nos dice la doctrina católica sobre la santidad?
  • ¿Qué significa entonces la santidad a la luz de las bienaventuranzas?

¿A qué nos suena la palabra santidad?

  • Para la cultura pagana dominante sonará a albúm de estampitas, o a lista de personajes trasnochados que forman parte de ese patrimonio moralizante de la Iglesia, o en el mejor de los casos, a irrealizable utopía.
  • ¿Y a nosotros? Nos debería sonar a bienaventuranza. Es decir:
  • A que felices, lo que se dice felices: sólo los santos.
  • A que yo sólo seré feliz si busco ser santo.
  • A que para ser santos no hay que ser extraordinarios,
  • A qué para ser santos hay que ser sencillos: bienaventurados…

La Palabra de Dios de la liturgia de la Solemnidad de Todos los Santos nos muestra el atractivo e envidiable, y al mismo tiempo provocativo y sorpresivo camino de la Santidad:

  • En su maravillosa descripción el Apocalipsis:
  • Por un lado describe la marcha victoriosa del “grupo de viene a la presencia del Señor”, como dice el salmo 23, es decir, de todos los santos: “muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos”.
  • Y por otro lado, no nos oculta que todos los santos no han tenido un camino de rosas, sino que han abrazado la cruz: Cuando el anciano pregunta: “Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quienes son y de donde han venido?”, la respuesta que recibe es estremecedora: “Estos son los que vienen de la gran tribulación, han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero”.
  • El mismo San Juan, en su primera carta, nos dice en apenas cuatro líneas un montón de cosas sobre la santidad:
  • Que la santidad nace “del amor que Dios nos tiene”,
  • Que el mundo no la reconoce,
  • Que nos hace semejantes a Dios y nos lleva a su presencia,
  • Que se conquista a base de esperanza.
  • Y Jesús en el Evangelio nos muestra como los santos, los bienaventurados, los reconocidos por Dios, son precisamente los despreciados por el mundo. Ocho bienaventuranzas que podemos vincular a tres prototipos de santos: los pobres y sencillos, los pacíficos y misericordiosos, los que sufren y son perseguidos.

¿Qué nos dice la doctrina católica sobre la santidad?

Basta con que acudamos a los números 40 y 41 de la Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, del que estamos celebrando el 50 aniversario del inicio de sus sesiones. Ahí se nos dice:

  • La santidad es una llamada: Jesús llamó a sus discípulos a la santidad (“Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” Mt5, 48), y envió a todos el Espíritu Santo para que pudieran “amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mt 12,30) y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf. Jn 13,34; 15,12).
  • La santidad es una gracia: No somos llamados a la santidad en razón las obras, sino por pura gracia, “hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos”.
  • La llamada universal a la santidad: “Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad”. En este sentido el Concilio destaca:
  • La santidad de “los esposos y padres cristianos, que siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios”.
  • La santidad en el trabajo: “Aquellos que están dedicados a trabajos muchas veces fatigosos deben encontrar en esas ocupaciones humanas su propio perfeccionamiento, el medio de ayudar a sus conciudadanos y de contribuir a elevar el nivel de la sociedad entera y de la creación”.
  • La santidad de los empobrecidos: “Sepan también que están especialmente unidos a Cristo (…) aquellos que se encuentran oprimidos por la pobreza, la enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos, o los que padecen persecución por la justicia”.

 

¿Qué significa entonces la santidad a la luz de las bienaventuranzas?

Deberíamos mirarnos en las bienaventuranzas para ver si buscamos la felicidad, no como un código moral, sino como la radiografía del modo como queremos entender nuestra vida: pobres, confiados, misericordiosos: en definitiva: hijos, hijos amados y confiados de Dios Padre. Hijos para siempre. Ahora y en la hora de nuestra muerte.

  • Porque Jesús no describe al bienaventurado, al santo, sino a los santos: no describe un perfil, sino que muestra un pueblo.
  • Y ver y esperar, según la visión de san Juan en el Apocalipsis a la Iglesia del cielo, donde los propios ángeles caen rostro en tierra para alabar al Padre por la obra magnifica de esa estela de santos.
  • Y ahí anhelar nuestra verdadera patria, porque, como hemos escuchado también de San Juan en la lectura de su primera carta todo el que tiene esta esperanza en él se hace puro como puro es él.

“Bienaventurados”, “bienaventurados”, bienaventurados”… Así contaba François Mauriac, en su “Vida de Jesús”, como unos leprosos que llegaban tarde al Sermón de la Montaña, esta era las única palabra que lograban escuchar. ¿Qué dice el maestro?, preguntaba el último de ellos, y el que iba el primero respondía: “creo que habla de nosotros”. Para ellos era este mensaje de dicha y felicidad: su pobreza se convertía en riqueza, y las lágrimas en alegría. La tierra pertenecía no a los exitosos, sino a los fracasados, no a los belicosos, sino a los apacibles.

El día de todos los santos no es el de ninguno en particular. Es el día del “santo del lunes” que llamaba Chestertón, ese que se levanta todos los lunes temprano para comenzar su semana y al que tanto le pegaría hacerse el propósito del final del decálogo de la Serenidad de San Juan XXIII: Sólo por hoy creeré aunque las circunstancias demuestren lo contrario, que la buena providencia de Dios se ocupa de mí como si nadie más existiera en el mundo. Sólo por hoy no tendré temores. De manera particular no tendré miedo de gozar de lo que es bello y creer en la bondad. Puedo hacer el bien durante doce horas, lo que me descorazonaría si pensase tener que hacerlo durante toda mi vida”.