Reproducimos a continuación los mensajes para la Cuaresma de este año del Papa Francisco y de nuestro arzobispo el Cardenal Osoro, así como el comentario que hace del primero el profesor Jose Ramón Flecha publicado en el Diario de León. 

 

MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2019

«La creación, expectante, está aguardando
la manifestación de los hijos de Dios»
 (Rm 8,19)

Queridos hermanos y hermanas:

Cada año, a través de la Madre Iglesia, Dios «concede a sus hijos anhelar, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que […] por la celebración de los misterios que nos dieron nueva vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios» (Prefacio I de Cuaresma). De este modo podemos caminar, de Pascua en Pascua, hacia el cumplimiento de aquella salvación que ya hemos recibido gracias al misterio pascual de Cristo: «Pues hemos sido salvados en esperanza» (Rm 8,24). Este misterio de salvación, que ya obra en nosotros durante la vida terrena, es un proceso dinámico que incluye también a la historia y a toda la creación. San Pablo llega a decir: «La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Desde esta perspectiva querría sugerir algunos puntos de reflexión, que acompañen nuestro camino de conversión en la próxima Cuaresma.

1. La redención de la creación

La celebración del Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, culmen del año litúrgico, nos llama una y otra vez a vivir un itinerario de preparación, conscientes de que ser conformes a Cristo (cf. Rm 8,29) es un don inestimable de la misericordia de Dios.

Si el hombre vive como hijo de Dios, si vive como persona redimida, que se deja llevar por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,14), y sabe reconocer y poner en práctica la ley de Dios, comenzando por la que está inscrita en su corazón y en la naturaleza, beneficia también a la creación, cooperando en su redención. Por esto, la creación —dice san Pablo— desea ardientemente que se manifiesten los hijos de Dios, es decir, que cuantos gozan de la gracia del misterio pascual de Jesús disfruten plenamente de sus frutos, destinados a alcanzar su maduración completa en la redención del mismo cuerpo humano. Cuando la caridad de Cristo transfigura la vida de los santos —espíritu, alma y cuerpo—, estos alaban a Dios y, con la oración, la contemplación y el arte hacen partícipes de ello también a las criaturas, como demuestra de forma admirable el “Cántico del hermano sol” de san Francisco de Asís (cf. Enc. Laudato si’, 87). Sin embargo, en este mundo la armonía generada por la redención está amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de la muerte.

2. La fuerza destructiva del pecado

Efectivamente, cuando no vivimos como hijos de Dios, a menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás criaturas —y también hacia nosotros mismos—, al considerar, más o menos conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca. Entonces, domina la intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que viola los límites que nuestra condición humana y la naturaleza nos piden respetar, y se siguen los deseos incontrolados que en el libro de la Sabiduría se atribuyen a los impíos, o sea a quienes no tienen a Dios como punto de referencia de sus acciones, ni una esperanza para el futuro (cf. 2,1-11). Si no anhelamos continuamente la Pascua, si no vivimos en el horizonte de la Resurrección, está claro que la lógica del todo y ya, del tener cada vez más acaba por imponerse.

Como sabemos, la causa de todo mal es el pecado, que desde su aparición entre los hombres interrumpió la comunión con Dios, con los demás y con la creación, a la cual estamos vinculados ante todo mediante nuestro cuerpo. El hecho de que se haya roto la comunión con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un desierto (cf. Gn 3,17-18). Se trata del pecado que lleva al hombre a considerarse el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a no usarla para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés, en detrimento de las criaturas y de los demás.

Cuando se abandona la ley de Dios, la ley del amor, acaba triunfando la ley del más fuerte sobre el más débil. El pecado que anida en el corazón del hombre (cf. Mc 7,20-23) —y se manifiesta como avidez, afán por un bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás y a menudo también por el propio— lleva a la explotación de la creación, de las personas y del medio ambiente, según la codicia insaciable que considera todo deseo como un derecho y que antes o después acabará por destruir incluso a quien vive bajo su dominio.

3. La fuerza regeneradora del arrepentimiento y del perdón

Por esto, la creación tiene la irrefrenable necesidad de que se manifiesten los hijos de Dios, aquellos que se han convertido en una “nueva creación”: «Si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Co 5,17). En efecto, manifestándose, también la creación puede “celebrar la Pascua”: abrirse a los cielos nuevos y a la tierra nueva (cf. Ap 21,1). Y el camino hacia la Pascua nos llama precisamente a restaurar nuestro rostro y nuestro corazón de cristianos, mediante el arrepentimiento, la conversión y el perdón, para poder vivir toda la riqueza de la gracia del misterio pascual.

Esta “impaciencia”, esta expectación de la creación encontrará cumplimiento cuando se manifiesten los hijos de Dios, es decir cuando los cristianos y todos los hombres emprendan con decisión el “trabajo” que supone la conversión. Toda la creación está llamada a salir, junto con nosotros, «de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm8,21). La Cuaresma es signo sacramental de esta conversión, es una llamada a los cristianos a encarnar más intensa y concretamente el misterio pascual en su vida personal, familiar y social, en particular, mediante el ayuno, la oración y la limosna.

Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de “devorarlo” todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón. Orar para saber renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su misericordia. Dar limosna para salir de la necedad de vivir y acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro que no nos pertenece. Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad.

Queridos hermanos y hermanas, la “Cuaresma” del Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51,3). Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que «será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). No dejemos transcurrir en vano este tiempo favorable. Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de verdadera conversión. Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes espirituales y materiales. Así, acogiendo en lo concreto de nuestra vida la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, atraeremos su fuerza transformadora también sobre la creación.

Vaticano, 4 de octubre de 2018
Fiesta de san Francisco de Asís

Francisco

 

MENSAJE DE CUARESMA DEL CARDENAL CARLOS OSORO, ARZOBISPO DE MADRID

Jesús te llama a la conversión que hoy es hospitalidad

Madrid. Infomadrid, 6-03-2019.- El cardenal arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, dedica su nueva carta semanal al tiempo de Cuaresma que hoy comenzamos: «Para vivir la conversión que quiero llamar hospitalidad es necesario entrar en dos movimientos», el de Dios «que engendra en los discípulos la escucha» y el de los hombres «que miran la realidad y la dejan entrar en sus vidas».

Además, el prelado anima a vivir esa hospitalidad «transformando la cultura del descarte y del abuso en cultura del encuentro», «recuperando la familia cristiana como Iglesia doméstica» y «creando la atmósfera de conversión en el encuentro con Jesús».

Texto completo de la carta

En su mensaje de Cuaresma de este año, el Papa Francisco subraya que «la Cuaresma del Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51, 3)» y muestra su deseo de «que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que “será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 21)». Nos viene bien recordarlo. Cuando estaba pensando en cómo hablaros de la Cuaresma que comenzamos, deseaba con toda mi alma encontrar una traducción de lo que llamamos conversión acorde con las exigencias del Evangelio y viendo el mundo y su situación con los ojos de Dios, para descubrir las necesidades fundamentales de esta sociedad y lo que el Señor nos está pidiendo a todos los cristianos. No he encontrado otra traducción más bella para hablaros de la conversión que la de hospitalidad. ¿Por qué?

El ser humano lo que más necesita es dejar espacio a Dios en su existencia, necesita descubrir que es «amado entrañablemente por Dios», que envió a su Hijo Jesucristo a encontrarse con los hombres y que ha dejado a un Pueblo para que muestre el rostro de Dios con sus obras de amor. Se trata de acoger y dar hospitalidad a Dios y acoger y dar hospitalidad al hermano, es decir, dar a todos los hombres hospitalidad. La hospitalidad, en definitiva, es una dimensión esencial de la Iglesia, que debe ser y crear espacios de diálogo y acogida, dar testimonio de una fraternidad que fascine. Es lo que hizo ya desde el inicio de la misión que tuviese un atractivo especial, cuando «crecía el número de los creyentes, una multitud tanto de hombres como de mujeres, que se adherían al Señor. […] Acudía incluso mucha gente de las ciudades cercanas a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos eran curados» (Hch 5, 14-16).

En este sentido, ¡qué hondura alcanza el texto de la multiplicación de los panes! Gracias a un joven generoso, abierto a las necesidades de los demás, se hizo el milagro de hospedar y no despedir a la multitud. Ofreció con generosidad todo lo que tenía y lo puso a disposición del Señor, para que hiciese el milagro de acoger a todos como hermanos e hijos de Dios.

Para vivir la conversión que quiero llamar hospitalidad es necesario entrar en dos movimientos: el de Dios que ama y engendra en los discípulos el movimiento de amor y escucha, y el de los hombres que, provocados por Dios, miran la realidad y la dejan entrar en sus vidas; nada les es indiferente. Para nosotros, ese movimiento de Dios revelado en Jesucristo, que escucha y sale al encuentro de todos los hombres, ha de ser también el de toda la Iglesia. Ella también, como Jesús, sale al encuentro de los hombres estén donde estén.

¡Qué hondura se crea en la Iglesia cuando escucha y sale a los caminos de los hombres! Escuchar nos lleva a responder a las preguntas que nos hacen y no a responder a aquellas que pudieron hacernos en otras situaciones y épocas o esas que incluso no nos hacen. Salgamos de la indiferencia que elimina de nuestra vida la hospitalidad. Salgamos de ese abandono de la dimensión social de la fe que alcanza cuotas de verdadero cambio cuando, la hospitalidad que tiene el nombre de Dios, adquiere nombre y rostro en los hermanos. Convenzámonos cada día con más fuerza de que, en la sociedad, hoy hay un redescubrimiento de Dios y de la espiritualidad; demos nombre a esta realidad recuperando el estímulo y los dinamismos de la fe, del anuncio, del acompañamiento.

Cuando los dos movimientos se unen, nuestras comunidades cristianas se constituyen como lugar de comunión, como verdadera familia de Dios, donde unos a otros se pastorean, se acompañan. ¿A qué lugares de conversión hemos de dar preferencia? Pueden ser muchos, pero deseo entregaros tres:

1. Hospitalidad es transformar la cultura del descarte y del abuso en cultura del encuentro. Reconozcamos con sinceridad que la cultura del abuso y del descarte la hemos creado los hombres, también dentro de la Iglesia como estamos viendo. Por ejemplo, un territorio como el mundo digital, que no es malo en sí mismo sino que nosotros podemos utilizarlo mal, presenta el riesgo de dependencia, de aislamiento, de pérdida de contacto con la realidad y de falta de relaciones verdaderas y auténticas, generando nuevas formas de violencia, manipulación, regresión, descarte y abuso.

Esta cultura del descarte se ve también en los fenómenos migratorios, que tienen diversas causas como la guerra, la persecución política, la persecución religiosa, los desastres naturales, la pobreza extrema o la búsqueda de nuevas oportunidades; así como en problemas como el desempleo juvenil, la violencia, la vulnerabilidad de menores sin compañía o la trata de personas. Hay que luchar por transformar esta cultura del abuso y del descarte, buscando un sistema educativo que presente la novedad del ser humano como imagen real de Dios. Y cuando se den abusos o descartes, habrá que aclarar la verdad, pedir perdón y dar medios para que el propósito de la enmienda sea real. La cultura del encuentro requiere diálogo, transparencia, eliminación de dobles vidas, llenar el vacío espiritual, sanar las fragilidades psicológicas, eliminar toda clase de corrupción…

2. Hospitalidad es recuperar la familia cristiana como Iglesia doméstica. Todos los datos que tenemos, incluido los que ofrece el Informe Familia de la Fundación Casa de la Familia de nuestra archidiócesis y la Universidad Comillas, nos dicen que la familia sigue siendo el principal punto de referencia para los niños y los jóvenes. Ellos aprecian y valoran el amor y el cuidado de los padres y dan una importancia excepcional a los vínculos familiares. Ciertamente padre y madre son puntos muy importantes de referencia para los hijos en su formación, para llenar su vacío espiritual y son catequistas singulares en la transmisión de la fe. En la familia los hijos descubren la gran riqueza viva del pasado al lado de ellos y de sus abuelos, hacen memoria que les sirve para sus proyectos y decisiones futuras. En la familia es donde deben aprender los hijos la importancia del cuerpo y de la sexualidad en el camino de crecimiento. Es lugar privilegiado para aprender a vivir en la lógica del Evangelio.

3. Hospitalidad aprendida en el encuentro con Jesús, creando la atmósfera de conversión que es el discernimiento. Hemos de ser conscientes de que, de muchas maneras, los hombres y mujeres de todas las edades hoy nos dicen: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21). Existe una inquietud espiritual, una necesidad de encuentro con Dios y del amor verdadero que todo ser humano necesita para vivir. ¿Cómo responder a este anhelo? Solamente lo haremos si hemos tenido un encuentro con Jesucristo. Encontrarnos con el Señor resucitado y con la comunidad cristiana aparece como una necesidad. Un encuentro con el Dios vivo, no con un precepto moral, aunque el encuentro con Él suponga después una manera de vivir y de actuar con tal novedad, que contagia a quienes nos encontramos y con quienes vivimos.

¡Qué alegría da ver a los jóvenes participando en una liturgia viva! A poco observador que uno sea, los ve vivir un momento privilegiado de encuentro con Dios. Esos encuentros nos ayudan a todos a acoger a Jesús, a darle hospitalidad en nuestras vidas, que hace posible que se abran también a quienes vengan o con quienes nos encontremos. Los jóvenes, especialmente, desean protagonismo, quieren dar sus talentos, su creatividad, la competencia que tienen, y por ello desean asumir responsabilidades que los lleven a dar soluciones a los escándalos de una cultura del abuso y del descarte. Qué bueno es ver cómo rechazan el ser destinatarios, desean ser protagonistas. Todos buscamos y queremos una comunidad cristiana más auténtica y fraterna, que sea acogedora, llena de alegría, que tiene y asume el compromiso de la lucha contra toda clase de injusticia y abuso.

Busquemos y dejémonos acompañar, es una dimensión fundamental en el proceso de todo discernimiento. La atmósfera del discernimiento es esencial que la respiremos en nuestra vida. El ser humano tiene que tomar decisiones importantes en su vida y debemos ser ayudados en esa dinámica espiritual a través de la cual una persona, un grupo o una comunidad intentan reconocer y aceptar la voluntad de Dios en su situación concreta. En el proceso de discernimiento, reconocer la voz del Espíritu, recibir su llamada es una actitud de fondo, una dimensión esencial de vida de Jesús. El horizonte del discernimiento tiene dos dimensiones que van unidas, el horizonte personal y el comunitario. El discernimiento alimenta el encuentro con el Señor, nos familiariza con Él en las diversas maneras en que se hace presente. Reconocer los diversos movimientos del corazón, darles nombre, comprometerse para seguir adelante, confrontar con el director espiritual las experiencias propias, nos ayuda a clarificarnos y nos saca de la indeterminación, haciéndonos dar pasos en el compromiso personal y comunitario.

La Cuaresma nos invita a vivir la conversión en esa versión de la hospitalidad. Os convoco a que meditéis el Evangelio de los cinco domingos de Cuaresma: 1º. Lc 4, 1-13 – tentaciones = tentados; 2º. Lc 9, 28b-36 – trasfiguración = transfigurados; 3º Lc 13, 1-9 – necesidad de la conversión, la parábola de la higuera = convertidos; 4º Lc 15, 1-3. 11-32 – la parábola del hijo pródigo = acogidos por la misericordia, y 5º. Jn 8, 1-11 – la adúltera = perdonados.

Con gran afecto, os bendice:

+Carlos Cardenal Osoro, arzobispo de Madrid

 

EL DESIERTO Y EL JARDÍN

José-Román Flecha Andrés. Diario de León. 9.3.2018.- 

El mensaje del papa Francisco para la cuaresma de este año 2019 evoca una asombrosa afirmación de san Pablo: «La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19).

Solemos ver la esperanza como un don y una tarea personal. Solo algunas veces la vemos como un proyecto social y comunitario. “Somos un pueblo que camina” hacia un futuro que dinamiza el presente.

Pero casi siempre olvidamos la dimensión cósmica de la esperanza. Pero, según el Papa, “cuando la caridad de Cristo transfigura la vida de los santos —espíritu, alma y cuerpo—, estos alaban a Dios y, con la oración, la contemplación y el arte hacen partícipes de ello también a las criaturas”.

Así lo demuestra san Francisco de Asís en el “Cántico del hermano sol”, que orienta la encíclica del papa Francisco sobre el respeto a la casa común. Ahora bien, la armonía generada por la redención está amenazada por el pecado.

La persona vive en relación con lo otro, con los otros y con el Absolutamente Otro. Pero, en lugar de vivir una relación respetuosa, a veces es víctima de la intemperancia y de sus deseos incontrolados. “El hecho de que se haya roto la comunión con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un desierto (cf. Gn 3,17-18)”.

La fuente del mal está en el pecado que anida en el corazón humano.  Y el pecado “se manifiesta como avidez, afán por un bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás y a menudo también por el propio, lleva a la explotación de la creación, de las personas y del medio ambiente, según la codicia insaciable que considera todo deseo como un derecho”.

Según el Papa, esa avaricia acabará por destruir incluso a quien vive sometiéndose a ella. Por esto, la creación espera la conversión de los hijos de Dios. Una conversión que la  Cuaresma nos propone cada año en la práctica del ayuno, la oración y la limosna.

  • Ayunar, es pasar de la tentación de “devorarlo” todo, para saciar nuestra avidez, a esa nueva capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón.
  • Orarsignifica renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia de nuestro yo, y reconocer que necesitamos del Señor y de su misericordia.
  • Dar limosna implica superar el ansia de acumularlo todo, como si así pudiéramos asegurarnos un futuro que no nos pertenece.

El pecado nos sacó del paraíso y nos lanzó al desierto. Jesús entró en el desierto de la creación para convertirlo en el jardín de la comunión con Dios que era antes del pecado original. “Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación”.