El Espíritu Santo, a través del Papa Francisco nos ha regalado una gracia muy grande y muy especial, la gracia de un Año Santo de la Misericordia. ¿Lo habremos aprovechado? ¿Habremos aprendido algo especial este año? ¿Sabemos mejor que hace un año qué es, que significa, qué implica la misericordia en nuestras vidas? ¿Nos habremos convertido a la misericordia? ¿Habremos descubierto la misericordia de Dios para nos nosotros? ¿Habremos descubierto que Dios nos hace misericordiosos y nos llama a misericordiar? Comparto con vosotros lo que este año de la Misericordia tres cosas que pienso sería buen haber aprendido:

1.- Este Año de la Misericordia nos ha enseñado que la misericordia es concreta. Muy concreta. No es que antes creyésemos que fuese algo abstracto, pero si que hasta este Año Santo de la Misericordia podríamos creer en ella, esperarla, acogerla (no siempre, claro está), pero no se si nos planteábamos es que ella, la misericordia, creyese en nosotros, en ti, en mi; nos esperase a nosotros, nos buscase a nosotros, nos acogiese a nosotros, y sobre todo, nos pusiese a trabajar por ella. Tras este Año de la Misericordia todos los diccionarios del mundo tendrían que introducir una novedad, made in Francisco, el verbo “misericordiar”. La misericordia se conjuga verbalmente, porque es actúa. La misericordia se hace, se pone en práctica, es concreta. Es más, hay catorce maneras concretas de misericordiar, las catorce obras de misericordia. El verbo misericordiar se completa con catorce verbos: visitar, dar de comer, dar de beber, dar posada, vestir, visitar, enterrar, enseñar, dar buen consejo, corregir, perdonar, consolar, sufrir con paciencia, y rezar. ¿Has probado poner en juego todos y cada uno de estos verbos? Tendría que hacerse un anuncio en televisión que dijese: “¿Te gusta misericordiar?”

2.- Este Año de la Misericordia nos ha enseñado además que misericordiar no sólo nos lleva a actuar, sino también a cambiar. La misericordia nos cambia, nos convierte, nos modifica, nos transforma. Podría hacernos creer que como las obras de misericordia son concretas es posible hacerlas como algo que exteriorizamos sin cambiar un ápice nosotros mismos. No. Las obras de misericordia nos interrogan. Y sino, no nos la tomamos en serio, solamente jugamos a la misericordia. Debemos en cambio, jugárnosla en la misericordia. La vida. Toda la vida. Jugarnos la vida en la misericordia. Dejar que ésta nos cambie de abajo a arriba y de arriba abajo. Esto es: no basta hacer las obras de misericordia. Hay que misericordiar de tal modo, que a la postre no sólo hagamos obras de misericordia, sino que seamos misericordiosos. Dios no es aquel que hace obras de misericordia, sino que es infinitamente misericordioso. El cristiano no es aquel que sólo hace obras de misericordia, sino que se dejar misericordiar a si mismo, hasta hacerse también él, aunque sea finitamente, misericordioso.

3.- Decía un teólogo con mucha seriedad y aplomo, en una conferencia, para pasmo de sus oyentes, que en el libro del Éxodo había un error. Nos cuenta que Moisés bajo del Sinaí con las tablas de los diez mandamientos. Pues no fue así, decía. Bajo en realidad con once mandamientos, porque hay un mandamiento cero que también lo daba por hecho, y cuya definición es muy sencilla: “Dejarse amar por Dios”. Porque sino nos dejamos amar por Dios es muy difícil que lo amemos a él y que amemos a los demás. Nos faltaría la fuente para poder vivir los mandamientos. Pues del mismo modo ocurre con las obras de misericordia. Hay una obra de misericordia cero: dejarse misericordiar por Dios, dejar que Dios nos abrace, nos mire, separe las cabellos que nos tapan los ojos, enjugue nuestras lágrimas, y nos diga: te quiero como eres. Cuando el Padre de la Parábola del Hijo Prodigo lo recibe, no le deja que termine la frase que con tanto ahínco se había aprendido en el camino: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, déjame al menos que sea un jornalero tuyo más…”. No, Dios Padre no le deja terminar la frase. Lo abraza, y se vuele a sus criados y les pide que preparen una fiesta. A veces pienso cuando al confesionario vienen personas que llevan años sin confesarse y quieren contar tantas cosas, que los sacerdotes deberíamos taparles los labios con nuestros dedos, sonreírles, y decirles: Dios te ama inmensamente. Él ya lo sabe todo. Déjate amar por él, déjate perdonar por él.

En resumen: Que la misericordia es Dios. Misericordiar es dejar hacer a Dios en nosotros. El Año de la Misericordia termina. Pero en realidad no termina. No termina nunca. Se renueva año tras año. Hasta ese día del que nos habla Jesús, en el que nos promete que por la perseverancia salvaremos nuestras almas.