La imagen de vida humana como el transcurso de una cosecha recorre, con gran sabiduría y belleza, las lecturas de este domingo, al hablarnos de la siembra, de la espera, del sembrador, de la tierra y del fruto:

  • La siembra: Lo que Dios siembra en el corazón del hombre es su palabra, la palabra de la verdad, de la bondad y de la belleza que lo revela a sí mismo, y con la que se da al hombre y lo guía. Dios siembra su palabra y, –nos dice el Profeta Isaías-, como la lluvia que la riega, no quedará inerte, no volverá a él vacía.
  • La espera: Pero como ocurre siempre, tras la siembra, el fruto no se ve en seguida. Se requiere la espera. Y cuando se trata de la siembra de la Palabra de Dios, nos dice San Pablo en su Carta a los Romanos, esta espera a veces se convierte en gemido: el gemido de la creación entera que ansía la libertad de la corrupción, y el gemido del interior del hombre que ansía su redención.
  • El sembrador es también Dios mismo:
    • Con el Salmo 64 hemos confesado una verdad que nos tiene que llenar de esperanza: le hemos dicho al Señor que bien sabemos que es él quien cuida de la tierra, la riega, y la enriquece si medida.
    • Estando en Tierra Santa, concretamente en lago de Galilea, donde se describe la escena evangélica que hemos escuchado, no es difícil hoy en día ver en el horizonte a un sembrador que en una mano lleva un cesto con semillas y con la otra va esparciéndolas sobre la tierra preparada. Seguramente hace dos mil años Jesús, desde la barca en el lago, dirigiéndose a la multitud en la orilla, y por tanto con la vista puesta tras el gentío, vio la misma imagen, la de un sembrador esparciendo la semilla. Y aquello inspiró en Jesús esta hermosa parábola del sembrador.
  • La tierra: Si Dios es la misma siembra, el don de su gracia y su palabra; y si Dios mismo es el sembrador que providencialmente la esparce y la reparte; y si Dios mismo es el agua con la que además la riega… ¿Qué es el hombre? El hombre es la tierra, ruda o dúctil, de la que depende, al final, el fruto de la cosecha.
    • La semilla es prodigiosa, el Sembrador perfecto, la lluvia abundante, y el hombre libre –nos enseña la parábola- para ser borde del camino, tierra pedregosa, o tierra buena.
    • Libre no sólo en el momento de la siembra. Libre con antelación, como preparación para la siembra. Todo lo que recibimos y aprovechamos de la vida, todo lo que acogemos, perseguimos, elegimos, y hacemos, nos moldea y nos prepara para ser una u otra cosa, una u otra tierra, para cuando llega la hora de la siembra y de la lluvia, la hora de Dios en nuestra vida.
  • El fruto: Las tres posibilidades de la Parábola son como la vida misma:
    • Si somos como el borde del camino, vendrán los pájaros y se llevarán la siembra. Si la Palabra de Dios nos atrae y dejamos que anide en nosotros, pero seguimos a la vez los criterios del mundo y los del Evangelio, al final vencerán las seducciones del mundo.
    • Si somos como el terreno pedregoso, sin profundidad, brotarán los frutos, pero con tanta flaqueza que en cuanto salga el sol, quedarán abrasados. Si no estamos preparados y no queremos enmendarlo, a la primera contrariedad, nos quemamos.
    • Si somos como la tierra buena, entonces el fruto será abundante. Unos darán más, otros menos. Pero habrá cosecha. No faltan las dificultades, ni las adversidades. Pero no dejamos que nos hundan.

Esta parábola pide una interpretación personalizada. Pero permitidme una consideración más genérica, pensando en nuestra maltrecha España:

  • ¿Porqué en los años treinta más de diez mil españoles fueron capaces de dar su vida antes de renunciar a su fe católica?
  • ¿Porqué hoy cerca de treinta mil misioneros españoles repartidos por todo el mundo están entregando sus vidas por difundir el Evangelio?
  • ¿Porqué en esta crisis económica que padecemos la solidaridad familiar, de hondas raíces cristianas, a diferencia de otros países europeos, esta evitando una masiva pobreza extrema?

Tal vez porque durante siglos España haya sido una buena tierra donde fue sembrada la Palabra de Dios en la época apostólica. ¿Lo seguirá siendo hoy? Sólo depende de nosotros. “España, tierra de santos, tierra de María”, decía San Juan Pablo II. ¡Que ellos nos protejan!