Hace más de dos mil años vivían tres Reyes Magos que no se conocían. Sus reinos eran tres países lejanos entre sí. Un día, a la misma hora, los tres vieron algo que cambio para siempre su vida. Era de noche cuando vieron aparecer en el cielo una estrella. No se trataba de una estrella cualquiera. Era la estrella más luminosa que jamás habían visto. La estrella más brillante que nunca ha existido. Su Luz era tan potente que aún hoy puede contemplarse. Para verla, sólo es necesario mirar fijamente al cielo en los días de la Navidad. Aquellos Magos quedaron impresionados por su resplandor. Su luz hacía que todo lo demás quedase apagado. Por ello, comprendieron que era necesario seguirla. Así, sin preguntar nada a nadie, se pusieron en camino para seguir a esa estrella a donde ella quisiera llevarles.

Sin comprender por qué, dejaron sus reinos, abandonaron lo que hacían y dejaron todo lo que tenían. Y así, sin saber la ruta que deberían seguir y desconociendo lo que deberían buscar, iniciaron una larga marcha hacia un misterioso destino.

Los dos Herodes contemporáneos que tratan de engañar a los Reyes Magos son el consumo y el mito. Y si algo no tiene nada que ver con ellos es el consumo y el mito. Me rechina oír hablar de “la magia de los Reyes Magos”. Valga que hablamos de emoción, de encanto, de fascinación. Pero de magia nada, porque ni la narración navideña de los sabios de oriente es una leyenda, sino una historia real, ni ellos eran magos, ni buscaban trucos de magia, sino la Luz entre todas las luces, la verdad con mayúsculas, al Rey de reyes.

Sus regalos no son comerciales, sino símbolos de reconocimiento, de pleitesía a un niño Rey. Y en la tradición cristiana lo que ellos traen a todos los niños del mundo es también pleitesía a quienes, como aquel niño, ellos por adopción, son también hijos amadísimos de Dios. Nada que ver con las toneladas de juguetes que a unos pocos niños del mundo les salen por las orejas, y que apenas tenían tiempo para dedicarles diez minutos. Y si en cambio con los niños que, como el de Belén, les basta una balón pinchado, una tabla con una cuerda, o las piezas de un raro juguete roto que han regalado caritativamente los padres de un niño rico cuando han hecho limpieza en su jaula-dormitorio.

A todos los niños les pasa algo que luego muchos van perdiendo con los años: la capacidad de sorprenderse, de maravillarse, de asombrarse. Eso si que es sagrado, y se me remueven las tripas cada vez que veo que a un niño le han robado la sonrisa. Hay muchos niños, de los de la tablilla con la cuerda, que les han robado la sonrisa a base de dosis de caballo de dolor, de miseria, y de los peligros de la calle que es como una selva con bestias salvajes. A otros, los de la habitación que parece un escaparate, les han robado también la sonrisa. Tienen de todo, pero les falta lo más importante: caricia, ternura, y tiempo, mucho tiempo. No tienen los peligros de la calle, esa “selva con farolas”; pero tienen el peligro de no aprender nunca que significa amar y ser amados, y de convertirse en unos robots comerciales, aplicados discípulos del individualismo, y rodeados de toneladas de plástico.

A unos y a otros les robamos la sonrisa cuando no les hablamos del viaje de los Reyes Magos, y de la estrella que los guiaba, y del sentido y el sentido de ese viaje. Esa historia que hace sonreír a los niños, y hace llorar a los mayores, que se preguntan si su vida es un viaje, si siguen una estrella, si se buscan al Dios hecho niño para postrarse ante él y adolárle.