En una sociedad tan multicultural como la que vivimos (ojalá consiguiésemos pasase de multicultural a intercultural), no es difícil que nos puedan preguntar a los cristianos: ¿Y tu Dios, que tipo de Dios es?

  • Yo creo que mi respuesta sería: “mi Dios, tu Dios, el único Dios verdadero, es el Dios de la vida”, y recordaría aquellas palabras de Jesús a los saduceos: “¿no habéis leído en el libro de Moisés, en el pasajesobre la zarza ardiendo, cómo Dios le habló, diciendo: Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob. El no es Dios de muertos, sino de vivos?” (Mc. 12, 26-27).
  • Y recordaría también a San Ireneo, Padre de la Iglesia, para quien la “gloria de Dios” no esta en los coros celestiales, sino que la verdadera gloria de Dios, es la vida del hombre, es que el hombre viva.
  • ¿Por qué sino, como hemos escuchado e las lecturas de hoy, por la intercesión del profeta Eliseo Dios premia a la mujer anciana y sin hijos con su fecundidad? ¿Por qué sino la oración del pueblo elegido consiste en cantar eternamente las misericordias del Señor? ¿Por qué sino San Pablo nos insiste tanto en que la vida nueva que hemos recibido en el bautismo es la vida del Resucitado que nos hace muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús?

 Ahora bien, ¿cuál es el verdadero valor de la vida? En un grafiti del metro de Londres apareció un texto que decía: “la pregunta no es si hay vida después de la muerte, la pregunta es si hay vida antes de la muerte”. Evidentemente las dos preguntas son transcendentales pero suele ocurrir que quienes no se hacen nunca la primera pregunta tampoco tienen mucho interés en la segunda. El valor de la vida no está ni en la duración de la vida, ni en esa “calidad de vida” que se mide de modos diversos según sea la renta per capita del país en el que nos haya tocado vivir. El valor de la vida está en no “gastar” la vida, sino en “cómo gastar la vida”.

 Ahora sí, si tenemos esto claro, podemos entender la frase más enigmática de Jesús en el Evangelio de hoy: tras tres años abriendo los ojos de sus discípulos a la verdad con mayúsculas del misterio de Dios y del misterio del hombre, en camino al Jerusalén de su pasión, se lo dejo muy claro: “Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la salvará”. A primera vista, como para salir corriendo… Y en cambio, millones de personas, por cierto muy felices en esta vida, han secundado desde hace dos mil años una propuesta tan aparentemente irracional como esta.

 Uno de nuestros mejores escritores contemporáneos, José María Pemán, en su obra de teatro “El Divino Impaciente”, nos relato poéticamente uno de esos encuentros, en la Universidad de París, en los que el viejo y cojo estudiante de latín, Ignacio de Loyola, persuade al joven, rico y apuesto Francisco Javier, a escuchar la vocación a la que Dios le llamaba para formar parte de la Aventura eclesial que iba a iniciar, y lo hacía recordando la expresión de Jesús en el Evangelio que acabamos de proclamar: “Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la salvará”. Permitidme que os recite una parte de ese diálogo:

Ignacio:
El dolor
de tu alma ardiente, Javier:
me da pena verla arder
sin que dé luz ni calor.
Eres arroyo baldío
que, por la peña desierta,
va desatado y bravío.
¡Mientras se despeña el río
se está secando la huerta!

Javier:
No vive, Ignacio, infecundo
quien busca fama.

Ignacio:
¡Qué abismo
disimulado y profundo!

¡Qué importa ganar el mundo
si te pierdes a ti mismo?
Javier:
¿Me quieres, pues, apartado
de todo? ¿Pides, quizás,

que deje hacienda y estado?…
Me pides demasiado….
Ignacio:
¡Yo te ofrezco mucho más!
Cuando el aplauso te aclama,
ya piensas que estás llegando
a tu más alto destino.
¿No ves que el tuyo es divino
y que así te estás quedando
a la mitad del camino!

Recuerdo como el Señor se sirvió de este diálogo, recitado por unos jóvenes en un campamento, para suscitar la vocación sacerdotal de uno de ellos, el que hacía el papel de San Francisco Javier, hoy párroco en Madrid.

  • La experiencia vivida por Francisco Javier, en el siglo XVI, o la experiencia vivida por este joven madrileño, en nuestro tiempo (sin que lo siglos la cambien un ápice) es la misma experiencia que vivieron los discípulos de Cristo en el diálogo que hemos escuchado.
  • Porque ser cristiano es elegir “perder la vida” a los ojos del mundo, para ganar la vida, a los ojos de Dios, que a la postre es también ganar la vida a los ojos de una inmensurable satisfacción auténticamente humana: la vida eterna y el ciento por uno también en esta vida: eso si, no una vida cómoda y frívola, sino una vida intensa y apasionante.

HOMILÍA DEL DOMINGO XIII DEL TO (CICLO A) 2 JULIO 2017.