Tiempo de Cuaresma, tiempo de conversión. También de conversión eclesial, o personal con efecto y repercusión en la Iglesia. Si nos fijamos en el Papa Francisco, sin duda el mejor «anenómetro» para medir la dirección de los vientos que el Espíritu Santo sopla sobre la Iglesia de hoy, no sería difícil determinar tres «ces» de tres renuncias eclesiales urgentes e irrenunciables: a la confrontación, a la concentración, y a la condenación.

De la confrontación al dialogo. Una cosa es escudriñar con espíritu crítico la cultura emergente y envolvente (y a veces dominante), y otra cosa es situarse al margen del mundo, siempre caracterizado por dos coordenadas inseparables: el tiempo y el espacio. De las que, además, el tiempo como ámbito de realización de procesos es superior -nos explica el Papa Franciso- al espacio. El «tanto amó Dios al mundo….» del Evangelio de San Juan se refiere al mundo de cada tiempo y lugar: también del nuestro. Urge dejarse de quejas y de mensajes apocalípticos, para discernir con empatía la cultura contemporánea, y verla como oportunidad providencial para comunicar a Cristo hoy, para que haya diálogo y no confrontación entre la fe y la cultura. El Concilio reconcilió la Iglesia con la modernidad. La reconciliación con la postmodernidad es aún una asignatura pendiente.

De la concentración a la interrelación. El mayor enemigo de la comunión no es la dispersión, ni el de la unidad la división. Dispersión y división habrá siempre, pero son superables y reconciliables. El mayor enemigo de la comunión es la uniformidad, el legalismo, la anulación de lo diferente y de lo plural, que para la mirada poliédrica que Francisco tiene de la Iglesia son necesarios. Hay tantos carísimas como estilos de Evangelizacion, tantas vocaciones como familias y comunidades eclesiales, y mientras la uniformidad ahoga y paraliza, la diversidad arriesga, aún a costa de equivocarse.

De la condena a la acogida. No estamos en tiempos de inquisiciones ni de buscar herejes debajo de las piedras, pero sí que crece en la Iglesia la tentación del catarismo y la hipocresía. Cada vez que en un despacho parroquial o diocesano mudamos el rostro ante una madre soltera que quiere bautizar a su hijo, o ante una pareja de divorciados que quiere rehacer su vida cristiana, podemos dejarnos llevar por el vértigo de la condenación. Cuando mandamos mensajes preguntando, como si la Iglesia fuera un «gran hermano» televisado, si los asistentes del vuelo a los que el Papa unió en matrimonio se habían confesado antes, estamos haciendo una Iglesia estufa y no una Iglesia hospital de campaña.